Collage Carmela Alvar

Los cursos de reeducación para maltratadores condenados a penas en régimen abierto cumplen 15 años en España. Estudios de Instituciones Penitenciarias sostienen que menos de un 7% de los penados vuelve a ser denunciado por violencia de género tras finalizar los programas psicológicos. Pero entre los grupos de profesionales encargados de impartirlos hay división de opiniones: ¿se puede cambiar toda una mentalidad en 11 meses de sesiones semanales psicológicas? 

“Cuando empecé a trabajar con agresores fue muy duro porque todo el mundo te critica y te cuestiona. En las entrevistas me solían preguntar si me sentía responsable de la posibilidad de que reincidiesen. Les explicaba que lo mismo que cualquiera: mi trabajo es igual de influyente que el del periodismo, el del profesorado en la educación, el personal de sanidad… Esto es un problema social, no psicológico y, por tanto, es una responsabilidad de toda la ciudadanía”. Conversamos con Luis en una cafetería madrileña. Prefiere guardar el anonimato para poder seguir trabajando en el futuro como psicólogo en los programas de reeducación de hombres condenados por violencia de género a menos de dos años de prisión. Si no tienen antecedentes penales, como en cualquier otro delito, no ingresarán en la cárcel, pero la Ley de Violencia de Género de 2004 introducía, como parte del endurecimiento de las penas para estos delitos, la obligación de recibir cursos de reinserción social o trabajos en beneficio de la comunidad a cambio de no ser encarcelados. Luis tiene casi una década de experiencia como coordinador de estos programas y aunque es muy crítico con la metodología actual, los considera necesarios porque ¿cuál es la alternativa?

Más allá del mandato constitucional de la reinserción, estos cursos tienen otra función primordial: la educación de los maltratadores para evitar que vuelvan a atacar a sus parejas o exparejas y a las que puedan tener en un futuro. Las tendrán, porque como explica, aún sorprendida pese a su dilatada trayectoria, la jueza Carla Vallejo Torres, titular de un juzgado de vigilancia penitenciaria de Canarias, “los presos por violencia de género vuelven a tener pareja muy rápido estando en prisión: desde familiares de otros internos que conocen a través de la mampara del locutorio y con las que terminan estableciendo una relación, a vecinas que vienen a verlo porque se enteran de que está preso… Los ves y son lo que nos han enseñado a desear: la masculinidad hegemónica. No tienen ninguna patología, por eso son tan importantes los programas de reeducación, porque son hijos sanos del patriarcado”.

El Programa de Intervención para Agresores de Violencia de Género (PRIA) que se desarrolla dentro de prisiones es prácticamente el mismo que el que ofrece se como medida alternativa a la prisión, de ahí la ampliación de sus siglas: PRIA-MA. Ya en los años 90 había fundaciones que trabajaban de manera altruista y comunitaria con los maltratadores y a principios de los 2000 la Audiencia Provincial de Alicante fue la primera en conmutar penas de prisión por cursos de reinserción.

Cuando en 2004 el gobierno de Zapatero aprueba la Ley contra la Violencia de Género, Euskadi era el territorio con mayor experiencia en el ámbito de los programas de reinserción de este tipo de delincuentes. El catedrático de psicología clínica Enrique Echeburúa llevaba desde los 90 coordinando este tipo de programas. Es el autor de más de 400 publicaciones –entre libros y revistas científicas–, incluido el volumen que sigue siendo el referente sobre violencia machista en España: Manual de violencia familiar. Y en esta literatura científica se basó el PRIA, origen de parte de la disparidad de opiniones que generan estos programas.

“Echeburúa procede del área de la psicopatología, que envuelve a su enfoque. Pero la violencia de género no es un problema psicológico: hay hombres que pueden tener depresión, ansiedad, trastornos de personalidad o patologías graves, pero no van a ejercer violencia de género. Como el alcohol, que durante años ha sido concebido como un desencadenante de la violencia, cuando es un precipitante”, opina Luis.

Los programas PRIA-MA, dependiendo de la comunidad autónoma, son impartidos por personal de Instituciones Penitenciarias o, en la mayoría de las ocasiones, fundaciones y asociaciones que ganan concursos públicos. La terapia, como a la que fue condenado el asesino de Núria, consiste en unas 37 sesiones dirigidas por psicólogos y psicólogas de dos horas cada una: dos o tres individuales de evaluación, casi una treintena de dos horas semanales con grupos de hasta 15 maltratadores –con alguna individual en medio para constatar su evolución–, y otra personal –a los 11 meses aproximadamente– como cierre.

Estas terapias están muy enfocadas al cambio de la conducta: autocontrol de la ira, de los celos y la frustración, en modificar sus creencias machistas y distorsionadas sobre las mujeres y la igualdad, en el cese del consumo de sustancias, en el reconocimiento del delito, la asunción de formas de resolver los conflictos que no pasen por la violencia, y el entrenamiento en habilidades de relaciones interpersonales, especialmente la empatía con la víctima.

En 2014 se actualizaron los contenidos y el enfoque, tras identificar el equipo encargado de un estudio de evaluación, que hacía falta incorporar aspectos como las nuevas masculinidades y elementos motivacionales para los condenados. Un aspecto que introdujo el equipo de Marisol Lila Murillo, catedrática de Psicología Social de la Universitat de València y directora del programa de investigación académica y rehabilitación de maltratadores Contexto, que tuvo que montar esta académica a toda velocidad cuando, en 2005, la Administración detectó que la judicatura estaba dictando sentencias de acuerdo a la Ley de violencia de género, pero apenas había quienes impartían esos programas a los que estaban obligados a asistir los condenados.

 

En su experiencia, Lila Murillo establece el punto de inflexión de la efectividad de estos cursos en la motivación:“Buscamos que ellos se marquen metas personales vinculadas con reducir la violencia, que vean que la intervención les va a ayudar a conseguir cosas importantes para ellos”.

Susana (nombre ficticio) es psicóloga de Instituciones Penitenciarias y en los últimos seis años ha guiado 40 grupos de maltratadores. Explica que es muy poco habitual que al principio los condenados reconozcan que hayan hecho algo incorrecto. “Suelen llegar con una actitud inicial de injusticia. Piensan que debería ser la mujer la que estuviese en terapia, se sienten víctimas de ellas, de los abogados, de los jueces. Pero muchos, con el tiempo, reconocen que nunca habían empatizado con nadie, ni siquiera con su pareja y se dan cuenta de que eso de ‘empatizar’ es algo muy importante”.

Susana entiende que la eficacia de estos programas va a depender mucho del perfil del maltratador: “Si es un hombre de 70 años, casi analfabeto, con poca capacidad de abstracción, que ha vivido la condena como una reprimenda, su aprovechamiento es bajo. Pero hay muchos otros a los que sí les podemos guiar para que introduzcan flexibilidad en su forma de pensar, a ser más junco que tronco”.

La eficacia de estos programas sigue siendo el punto de fricción entre las y los especialistas consultados. Para Luis, “se atiende poco a cambiar las creencias de los maltratadores, y mucho en cambiar conductas, porque su objetivo es reducir las agresiones. Y eso sí lo consiguen, pero es normal, porque cuando estás cumpliendo una condena temes males mayores. Además, cuando son condenados, es un momento en el que se ha hecho pública la situación de malos tratos, que socialmente está muy estigmatizada. Muchos de estos maltratadores tienen órdenes de alejamiento de la mujer, por lo que es lógico que haya menos agresiones. Pero lo que necesitan estos hombres es una resocialización”.

2018 fue el año en el que se presentaron más denuncias por violencia de género: 166.961. Y también más sentencias condenatorias: el 70% de las 50.370 dictadas, lo que convierte a este tipo de delitos en el tercero con más reclusos en las cárceles españolas, con casi 4.000 a principios de 2019.

Sin embargo, la mayoría de los condenados está en régimen abierto, y una parte reducida de estos, unos 3.400 pasaron por esta terapia de rehabilitación en 2018, que finalizan un 70% de los participantes, según datos del Ministerio del Interior.

Los estudios de Instituciones Penitenciarias confirman que la reincidencia de los condenados que cursan el programa, en términos de denuncia policial, es baja: apenas un 4% vuelve a ser denunciado por violencia de género al año de haberlo realizado, y un 6,8% a los cinco años, cuando la media de aquellos que no se acogen a esta terapia está en un 20%. Sin embargo, estos datos son solo la punta del iceberg porque la mayoría de las mujeres maltratadas en España no denuncian: según el Colegio de Abogados de Barcelona, solo el 20% acude a los tribunales o a la Policía.

Lo que sí ha observado Luis es que los maltratadores, cuando se sienten observados penalmente, abren vías alternativas de violencia: la lucha por la patria potestad o la custodia compartida de los hijos e hijas, el impago de la hipoteca de la vivienda familiar o de la pensión…

Un año para cambiar la mentalidad de una vida

Vanessa Álvarez Zegarra es psicóloga y coordinadora de estos programas desde hace seis años en la asociación Cupif, una de las entidades que los imparte en la comunidad de Madrid desde hace más de una década. Ella no alberga dudas sobre su eficacia: “Siempre encuentras una resistencia fuerte al principio porque la mayoría de los maltratadores no asume su responsabilidad y hay penados que intentan sabotear las sesiones, pero estos suelen ser los que abandonan el programa. Los resultados son muy positivos. En estos años he visto cómo hay una asunción de la responsabilidad, una integración de conceptos que no conocían, un control de impulsos, un reconocimiento de lo hecho y un avance en inteligencia emocional. Y, sobre todo, prevención de la recaída: un cuestionamiento de cómo tienen que actuar si esa situación se repite en el futuro”.

Rosa Guiralt, delegada de violencia de género de València y fiscal decana, tiene una percepción bastante distinta: “Me parece bien que haya cursos de rehabilitación porque la Constitución dice que hay que rehabilitarlos, pero al ser un trabajo psicológico ellos tendrían que poner mucho por su parte para reconocerse como maltratador, pero prácticamente nunca lo hacen”.

Guiralt recuerda que muchas de las maltratadas que acuden a ella le piden que dé un escarmiento a su maltratador: “No quieren que vayan a prisión, porque son los padres de sus hijos, porque están enamoradas, por lo que sea. Solo quieren que cambien y dejen de maltratarlas, pero ellos no tienen conciencia de serlo. Y hacen los cursos para no ir a prisión, pero salen igual porque van obligados”.

Silvia, la psicóloga de Instituciones Penitenciarias, recuerda que cualquier persona que es condenada a menos de dos años de cárcel y que no tenga antecedentes penales, no ingresa en prisión, por lo que considera un avance que, en determinados casos, al menos tengan que hacer terapia.


A Luis hay un dato que le hace ser pesimista: en la fundación en la que trabajaba se les ofrece terapia individual gratuita cuando acaban el programa. De los cientos que pasaron por sus grupos, menos del 5% la aceptaron. “Nadie acepta una terapia para algo que considera que no tiene que cambiar, y nadie cambia toda una cosmovisión en 11 meses con una terapia semanal y colectiva de dos horas”.

Algo en lo que disiente radicalmente Lila Murillo, directora del programa Contexto, apoyándose, subraya, en sus investigaciones científicas: “La posibilidad de cambio existe. Si como psicólogos no confiamos en que somos capaces de ayudar a las personas a cambiar, cerremos las facultades y las consultas porque ¿qué narices estamos haciendo?”.

Lila Murillo está acostumbrada a lidiar con las críticas a su programa, que abarca desde la investigación académica a la inclusión de los maltratadores. Recientemente, el Ayuntamiento de la València se vio forzado a cancelar una partida presupuestaria para el mismo –procedente de los fondos del Pacto de Estado contra la violencia de género– porque asociaciones feministas exigieron que estos estuviesen destinados a las víctimas.

El consistorio ha decidido financiar el proyecto, que además de trabajar con hombres condenados ofrecerá terapia a aquellos que busquen ayuda de manera voluntaria, pero con presupuesto propio. “Me parece una aberración. Nadie se plantea que no se destine ni un duro a investigar el sarampión, y sí todo a sus víctimas. Cuando dicen a los maltratadores ni agua, ¿qué están diciendo? ¿Que se invierta mucho más en prisiones cuando es mucho más caro? Los programas con maltratadores surgieron de los movimientos feministas y de víctimas en Estados Unidos porque son el origen del problema”, añade Murillo.

La teoría de investigación académica elegida por el programa Contexto también forma parte de la controversia en torno a estos cursos en València. “Partimos de un planteamiento ecológico, que toma en consideración todos los factores que pueden desembocar en una situación de violencia de género. Queremos investigarlos todos porque nuestro fin también es científico, entender cómo funciona, y no podemos limitarnos a un marco ideológico que se limita a decir que la violencia machista se da simplemente por estar en una sociedad patriarcal”, comparte Lila Murillo. “Hay muchos factores, ninguno determinante, pero todos suman”, argumenta, antes de enumerar cuestiones como la tolerancia del entorno a la violencia, la baja tolerancia a la frustración, el abuso del alcohol, la suma de factores estresantes, el haber sido un niño o niña maltratada… Incluso investiga con colegas de la rama de la psicobiología que analizan la influencia de hormonas como el cortisol, la testosterona… “La violencia de género es un problema muy complejo y quedarse con una única causa es simplificarlo”.

Algo que entra en colisión frontal con la concepción de Luis, quien considera que “lo natural en el ecosistema actual es que te conviertas en un maltratador”. “Nuestra cultura genera desigualdad, por lo tanto, para desarrollarte en ella lo lógico sería generar dinámicas que la alimentasen. Por ello, los hombres tienen que desplegar recursos para no convertirse en maltratadores: a veces lo hacen por entrar con otras experiencias por contexto, por experiencias propias…”, añade.

Luis entiende que cuando trabajas con los hombres te das cuenta de “no pueden estar en la calle porque son un peligro. Han tenido una socialización y un aprendizaje absolutamente distorsionado: creen que llevan la razón, son personas muy sociables porque buscan la aquiescencia y se consideran moralmente superiores a la media”.

Álvarez Zegarra rechaza la idea de que cualquier hombre puede ser un maltratador: “Hay patrones que se tienen que desencadenar en combinación con algunas circunstancias para que esto explote. No todas las personas son agresivas, por lo que no todas pueden ser agresoras”.

Silvia, la psicóloga de Instituciones Penitenciarias, distingue cuatro actitudes claras entre los condenados cuando llegan a terapia, aunque todos suelen tener en común que inicialmente ninguno se reconoce como responsable. La mayoría llega con una actitud de resignación de “a ver si puedo aprovechar algo” y con un sentimiento de injusticia y cabreo: piensan que son víctimas de su denunciante, del abogado, del juez. A partir de entonces, evolucionan de distintas maneras: “Está el que se reconoce como corresponsable, el más difícil de encontrar, que admite la violencia ejercida y quiere trabajar sobre ella. Este no es muy habitual. Otro sería el que reconoce lo ocurrido pero no su responsabilidad, y suele atribuir su comportamiento al consumo de alcohol o drogas. Está el que llega con actitud de visitante: no entiendo qué ha pasado, cómo he llegado hasta aquí… Y el hostil, el forocochero: todo esto es culpa de las mujeres y las juezas feminazis. Si tienes a dos o tres hostiles, va a ser mucho más difícil gestionar el grupo”.

Álvarez Zegarra, de CUPIF, explica que para la correcta evolución del grupo es muy importante imponer unas reglas muy estrictas: todas las opiniones se respetan, no se puede hablar desde el insulto y para comentar algo hay que hacerlo desde los argumentos porque están acostumbrados –como la mayoría de nosotros– a hablar desde el prejuicio, y cuando les confrontamos con ellos, se dan cuenta de que sus opiniones son automáticas, de que no las pueden sustentar”.

Álvarez empieza la conversación a la defensiva. Se nota que, como Lila Murillo, está habituada a las críticas. Pero eso no le hace escatimar en detalles, movida por una aparente confianza férrea en los resultados de su trabajo. “Es muy importante conocer a los maltratadores porque igual que nosotras estamos muy sujetas al rol patriarcal, ellos también arrastran el peso del suyo: pensar que el hombre tiene que ser el que mantiene la familia, que no pueden llorar y esa represión de las emociones puede desembocar en muchas cosas. Son personas con mucha falta de autoestima, que pueden llevar una vida pasiva en lo profesional o social, y esa falta de control general intentan contrarrestarla imponiéndose a su pareja”.

Voluntariado para atajar un problema de Estado

Hay asociaciones que no pagan a sus profesionales, que imparten los cursos de manera voluntaria, para hacerse currículum, coger experiencia… Las organizaciones tiene responsabilidad en esto, pero sobre todo, el Estado. ¿Para qué queremos tantos pactos de Estado o que firmemos la CEDAW, si deja su responsabilidad en manos de voluntarios?”, pregunta Luis. A su lado, Susana, con la que trabajó en la misma entidad, añade: “Cuando se trabaja con agresores el nivel de experiencia tiene que ser senior, y además profesionales con una formación multidisciplinar porque esta violencia es multidimensional”.

Esta es la situación tanto en CUPIF como en el programa Contexto. Con respecto a la primera, su coordinadora, Álvarez Zegarra, explica que “todas las personas que están en CUPIF son voluntarias. Reciben una formación previa antes de intervenir y hay una supervisión permanente. En cada grupo terapéutico hay entre tres y cinco monitores”. En el caso de Contexto, Lila Murillo explica que también son todas voluntarias: “Suelen ser mujeres, hay dos coordinadoras de intervención en el grupo, una del equipo directivo con experiencia mínima de seis años, y otra que se se ha formado con nosotros. Y les suelen acompañar dos personas en formación también”.

La falta de recursos es tal que las personas implicadas en Contexto tuvieron que montar la Asociación PISMA en 2010 para poder acceder a subvenciones, cinco años después de que comenzaran a trabajar con maltratadores. A estas alturas han pasado más de 900 por sus programas. En el caso de los maltratadores condenados a penas de prisión por violencia de género la situación no es mucho mejor, como veremos próximamente en otro reportaje. Gracias a las reiteradas preguntas que la exsenadora Maribel Mora realizó al respecto en los últimos dos años en la Comisión de Interior del Senado sabemos que solo el 17% de los encarcelados por violencia de género ha podido acceder a estos programas, ya sea por las listas de espera o porque en sus prisiones no se realizan.

Susana también critica la falta de control estatal sobre cómo desarrollan las entidades estos programas. En su caso, sostiene, ha sido testigo de negligencias manifiestas de manera habitual. “Por normativa, en cada terapia tiene que haber dos profesionales, pero muchas veces solo hay una y otra en prácticas. Hay ocasiones en las que los psicólogos no daban el visto bueno e Instituciones Penitenciarias les dejaban pasar. Me parece inmoral que las entidades entren en esta dinámica por su dependencia de los fondos públicos, porque muchas se sustentan gracias a estos programas con los que desarrollan otros proyectos”.

La solución

Para Luis la única solución, “aunque suene absurdo”, es trabajar en la base: “Invertir el máximo de dinero posible en la educación de los jóvenes para que no lleguen a convertirse esos hombres que, los que hemos trabajado con ellos sabemos que no pueden estar en la calle porque son un peligro”.

Rubén Sánchez es psicólogo con un posgrado de Género y Políticas de Igualdad y formador en nuevas masculinidades en Cataluña. Opina que “cambiar requiere valentía, coraje y mucha intervención, no un curso de un par de horas semanales”. “Creo que se están aplicando las mismas fórmulas que para cursos para recuperar los puntos por sanciones en la conducción o para dejar el alcohol –explica–. Es un tema muy grave de vulneración de derechos humanos, y creo que debería abordarse en un entorno de convivencia o, incluso, aislados con otros maltratadores y un buen equipo de profesionales del trabajo social, de la psicología…”.

Susana, la psicóloga de Instituciones Penitenciarias, apostaría por abrir centros de atención a la violencia, a los que pudieran acudir víctimas y agresores sin tener que denunciar previamente. Entiende que sería una vía para prevenir el agravamiento de las situaciones de malos tratos dado que la mayoría de las mujeres solo denuncia cuando la situación es muy grave o de peligro inminente, por lo que así se podría trabajar con ellos antes. Eso es lo que hacen las familias adineradas, sostiene Susana: “Van a clínicas privadas de reeducación que hay, por ejemplo, en barrios pudientes de Madrid”.

Susana cree que la mejora de estos programas pasa por un sistema de coordinación de la actuación interinstitucional, que está recogido en la ley de 2004 y en el Protocolo de Estambul para que no pase como ahora, que “cada comunidad autónoma hace lo que puede o lo que cree que debe hacer”.

Luis considera que los condenados por violencia de género no deberían poder sustituir la condena a prisión por un curso, sino que deberían “ser encerrados y ser obligados a recibir este programa, algo que no ocurre en la actualidad ni para los presos. No creo en la importancia que se le da a la motivación: si alguien viola me da igual que esté motivado para que no vuelva a violar. Tiene que ser condenado a prisión y reeducado allí”.

En estos años, Susana ha constatado que los maltratadores no son monstruos, sino “el reflejo del modelo patriarcal. Habría que empezar por dar los contenidos de estos cursos en los colegios”. Entre sus pacientes, identifica una diferencia entre los que tienen una ideología de izquierdas y de derechas: los primeros muestran una mayor predisposición a escuchar ciertas explicaciones porque “les choca menos, pero la resistencia es igual en todos. El perfil del machista rancio que te dice que ‘el lugar de la mujer es la cocina’ es muy difícil encontrarlo’. Ahora te encuentras sobre todo a los que te dicen que sí creen en la igualdad, pero que las mujeres se están pasando”.

En este aspecto sí que está de acuerdo Luis, que recuerda que “el hombre que ejerce violencia de género lo hace de manera selectiva: cuando lo hacen con una expareja, no lo suelen hacer con su actual compañera. La violencia es cultura y responde a la socialización que han tenido, por lo que la única posibilidad de cambio radica en la resocialización y en una condena importante por parte de la sociedad”. Pero, con pesadumbre, Luis añade: “El problema es que los maltratadores muestran sin filtro lo que la sociedad piensa sobre la violencia contra las mujeres: no pasa nada, se lo merecía, quién no ha pegado alguna vez a la mujer…. Esa banalización de la violencia contra las mujeres es la que permite que se ejerza sobre el 50% de la población mundial sin que haya una respuesta política seria”, sentencia.