Las personas menores de edad son las más vulnerables e indefensas en los entornos de violencia machista. Son también las más ignoradas y maltratadas por el sistema. Solo un 2,9% de las medidas de protección dictadas sobre casos de violencia machista en 2018 incluían la suspensión del régimen de visitas de los maltratadores con sus hijos e hijas, según datos del Consejo General del Poder Judicial. Más de un 73% de las mujeres víctimas de feminicidio entre 2013 y 2017 tenían hijos o hijas menores, según ha estimado la Fundación Mujeres.

La vivencia del maltrato por razones de género y, en mayor medida, la experiencia de un feminicidio, resulta demoledora para niños y niñas en muchos sentidos. Les puede acarrear graves consecuencias a lo largo de toda la vida, no solo a causa de las acciones de los agresores machistas, también por la violencia ejercida por la administración que denuncian, entre otros, asociaciones de supervivientes de todo el Estado, agentes sociales e instituciones como Justicia de Aragón y la Sindicatura de Greuges valenciana.

A menudo “se olvida que estas niñas y niños no son meros testigos de la violencia machista sino víctimas”, apunta la fiscal de violencia de género de Valencia, Rosa Guiralt. Pueden ser las vidas sobre las que se descarga la violencia vicaria –las agresiones o asesinato de niños y niñas para infligir daño a las madres–, o el arma que los agresores machistas utilizan, aprovechando la desprotección de los menores, para matar en vida a las mujeres, como sostiene la fiscal. 

Hasta tal punto se llega a obviar la huella de la violencia de género sobre las niñas y niños que la violencia vicaria que afecta a menores se está juzgando, en la mayor parte de los casos, fuera de los juzgados especiales de violencia de género, es decir, en juzgados ordinarios sin profesionales especializadas. De hecho, por el momento solo se conocen en España tres sentencias de violencia vicaria contra menores dictadas por juzgados específicos. 

“Si los y las menores no han sido agredidos física o psicológicamente de forma directa por el agresor, la violencia de la que son víctimas directas simplemente como testigos se tiene en cuenta como agravante de la pena que pueda ser impuesta por la violencia sufrida por sus madres, pero no ocasiona una pena directa por la violencia sufrida por cada menor”, explica Pilar Gil Cabedo, jurista experta en violencia de género y en atención a las víctimas. 

De 2013 a diciembre de 2019, la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género ha registrado 34 niños y niñas asesinadas, de las cuales 31 –el 91%– lo fueron por sus padres biológicos. Según la misma fuente, desde 2013 –primer año en que el Ministerio de Igualdad registra estos datos– hasta diciembre de 2019, 278 menores se han quedado huérfanas o huérfanos por el feminicidio de sus madres, sin contar aquellos cuyas madres fueron asesinadas por hombres con quienes estas no tenían una relación de pareja.

Por otra parte, desde 2010 y hasta 2018, el observatorio independiente feminicidio.net ha contabilizado 83 menores de 16 años asesinados, de los cuales 51 eran niñas –feminicidios infantiles– y 32 niños. En numerosos casos, como denuncian las organizaciones de mujeres víctimas o sobrevivientes, los menores se ven obligados a convivir con maltratadores debido al régimen de visitas dictado judicialmente, incluso aunque los niños y niñas se opongan expresamente a esta convivencia y los agresores tengan órdenes de alejamiento en vigor sobre sus madres por violencia. El Defensor del Pueblo ha reiterado en su respuesta a la queja sobre el caso de las hijas de Itziar Prats, asesinadas en 2018 en Castellón por su padre, lo que ya recomendó en 2014: “Favorecer la supresión de las visitas y comunicaciones de los imputados por malos tratos con sus hijas e hijos con el fin de prevenir posibles riesgos y garantizar por ley un examen individualizado del régimen de visita de cada menor afectado por una situación familiar de violencia de género”.

El sistema que trata de proteger, con mayor o menor acierto, a las mujeres, no ofrece la misma seguridad a quienes no alcanzan la mayoría de edad. El poder patriarcal del ‘pater familias’ ha conducido, por ejemplo, a que en nuestro país se haya legislado antes la posibilidad de intervención psicológica a menores sin consentimiento del padre, cuando este es un agresor, que a convertir en obligatoria la retirada del régimen de visitas o la patria potestad al agresor que está dañando al menor y, por tanto, ocasionando en su descendencia la necesidad de terapia. El sistema trata de ‘reparar’ a niños y niñas, a posteriori, de un daño psicológico terrible, como explican diferentes expertas en violencia de género y atención infantil consultadas, con tal de no tocar la causa: el privilegio del patriarca. 

Estamos asistiendo a que las administraciones puedan convertirse en una herramienta útil al servicio de los agresores y, al no articularse suficientes soluciones, estén actuando de facto como colaboradoras indirectas del agresor en perjuicio de las víctimas mujeres y menores. Los puntos de encuentro familiar –PEF–, el sesgo patriarcal de la judicatura –que a menudo no utiliza los instrumentos legales de protección disponibles–; la atribución a las mujeres de síndromes falsos como el SAP -Síndrome de Alienación Parental- en sentencias y en la atención psicosocial; la violencia por poderes, es decir, cuando el agresor realiza denuncias reiteradas contra la víctima para mantener durante años el control sobre ella; la nueva figura de coordinación parental que trata de privatizar la función jurisdiccional y tutorizar a las mujeres o la denuncia a la víctima como estrategia de defensa de los agresores, son solo algunas de estas herramientas que están en el ojo de un huracán que sigue arrasando vidas allá por donde pasan.

La situación es alarmante y compleja y merece ser desentrañada. 

La huella de la violencia en niñas y niños: tras un feminicidio, oscuridad

Es necesario distinguir entre el antes y el después de un feminicidio en relación con la repercusión de la violencia en niñas y niños. Después de cada asesinato machista se produce un gran silencio acerca de la situación en la que quedan las hijas e hijos de las mujeres asesinadas. Un feminicidio abre un agujero negro para las familias de las víctimas que las instituciones no acaban de iluminar y resolver. Como señala Marisa Soleto, directora de la Fundación Mujeres y responsable del Fondo de Becas Soledad Cazorla para la protección de huérfanos y huérfanas de violencia de género, “se han realizado avances indudables, pero lo que estamos viendo en la fundación es que después de un feminicidio se dan situaciones de desamparo, pobreza y calvarios burocráticos” que repercuten en la salud, el bienestar y las oportunidades vitales de los niños y niñas y en su entorno.

Al terrible trauma psicológico que supone la pérdida de la madre en circunstancias violentas, se pueden sumar dificultades para acceder a las pensiones de orfandad, obligaciones de atender deudas incluso del asesino progenitor, pólizas de seguros con el agresor de beneficiario que las víctimas no siempre pueden cobrar, la imposición de elevadas cargas fiscales y largos procesos judiciales por las indemnizaciones y las custodias o regímenes de visitas. También necesidades escolares específicas, cambios de domicilio, centro sanitario y entorno y la necesidad de reordenar los vínculos familiares, normalmente para vivir bajo la tutela de abuelas y abuelos maternos, con la dificultad añadida en el caso de que tengan escasas pensiones de jubilación. 

Es cierto que ha habido avances considerables, en cuanto a recursos públicos y a cambios legislativos. Aunque se contempló sin concreción en la disposición adicional primera de la ley 1/2004, hasta 2015 no se estableció un procedimiento y se introdujo en el régimen de la Seguridad Social para que de manera regular los asesinos machistas dejaran de cobrar pensión de viudedad de la mujer a la que habían asesinado. También desde 2015 se reconoce a los menores como víctimas directas y por tanto beneficiarias del derecho a la atención integral como sus madres, cuando hay violencia de género contra ellas. También ha sido importante que desde 2018 deje de requerirse la autorización expresa del maltratador o feminicida para que sus hijos e hijas puedan iniciar una terapia individual con profesionales psicoterapeutas, aunque se haya limitado a los casos en que exista una condena o un procedimiento penal abierto y sin carácter retroactivo.

Desde 2019, está vigente el reconocimiento del derecho a pensión o, en su defecto, prestación de orfandad con carácter teóricamente ‘universal’, es decir, que los niños y niñas cuyas madres no cotizaron lo suficiente a la Seguridad Social tendrán prestación, aunque las cuantías estén condicionadas a la renta familiar, orfandad absoluta, residencia en España en el momento del asesinato de la madre y no tengan carácter retroactivo. 

Pese a todo ello, las soluciones se han revelado insuficientes, llegan con cuentagotas, descoordinadas y dispares entre las diferentes comunidades autónomas y administraciones públicas, mientras en el día a día los asesinatos de mujeres y, en mayor número, las situaciones de maltrato de género siguen exponiendo a miles de menores a una situación de máxima vulnerabilidad y un riesgo real. Y a sus madres a una tortura.

La administración “aún no desarrolla un seguimiento estatal de oficio de cada menor y su entorno, después de un feminicidio, que permita identificar y recopilar información sobre su situación, las necesidades específicas que están surgiendo y los protocolos de actuación que son necesarios para mejorar su situación”, afirma Marisa Soleto. Según el III Informe de la Fundación Mujeres (2019), “no se ha producido ninguna mejora en el tratamiento estadístico de los datos que se publican, que son los que se recogen en el atestado policial, de modo que no se cuenta con otros datos de seguimiento tales como la resolución de la tutela o la guarda legal, ni el acceso a las ayudas existentes o el seguimiento de la situación de las familias”.

Tampoco se ha establecido, salvo excepciones, las suficientes medidas para que la atención a víctimas sea realmente integral, especializada, a lo largo de la vida y en igualdad de condiciones en el ámbito rural y urbano o en los diferentes territorios del Estado. Como señala Soleto, “hace falta una atención especializada e integral, con una visión de género, pero sobre todo, con un planteamiento global de reparación del daño causado”, que en la actualidad como tal no existe. 

 La violencia machista es una experiencia traumática devastadora en la infancia 

El asesinato de la madre supone para cada menor una cadena terrible de consecuencias. El primer y principal golpe “será la súbita ausencia de la madre y la ambivalencia emocional, es decir, la confusión en la gestión de los sentimientos hacia un padre que debería ser figura de referencia al que amar y del que recibir protección pero es, en muchos de los casos, el asesino de su madre”, asegura Nerea Martínez Jarque, psicóloga de la asociación de sobrevivientes Alanna, especializada en atención a menores y mujeres víctimas de violencia de género.

Además de un cambio de domicilio y una recomposición de los vínculos familiares y de las figuras de referencia, su entorno vital y las condiciones de vida de los huérfanos y huérfanas cambiarán inevitablemente a peor. Cuando un niño o una niña ha perdido a su madre por un feminicidio “todas las consecuencias que sobrevienen en una situación de violencia machista se multiplican por mil”, asegura la psicóloga de Alanna. Si han presenciado la agresión “lo más probable es que sufran un shock emocional”, explica. Además, “se enfrentarán a un proceso de duelo sin su madre, que es normalmente su figura de referencia, y también a un proceso de rabia, tristeza y frustración”, explica la psicóloga.

Tras un feminicidio “se detecta también con mucha frecuencia sentimientos de confusión y culpa, porque las niñas y niños llegan a identificarse como causa de la agresión o a creer que no han sabido proteger suficientemente a la madre, debido a que asumen un rol protector hacia ella”, detalla Martínez.

El equipo de atención psicológica a menores víctimas de violencia de género en la red de  Centros Mujer de la Generalitat Valenciana, cuyas profesionales prefieren mantener el anonimato por razones de seguridad, explican que entre las consecuencias de la violencia machista en la infancia “no se observan diferencias por razón de género pero sí por edad”. La psicóloga que atiende a mujeres y menores sobrevivientes en Alanna advierte lo siguiente: “Cuando son más mayores y conscientes de todo lo que ha ocurrido, nos encontramos más procesos de introspección, de encerrarse en sí mismos, de relacionarse de forma violenta o con dificultades para las relaciones sociales”.

Que estos niños y niñas puedan recibir terapia individual es uno de los avances más significativos que se han dado desde agosto de 2018. Hasta entonces, se requería legalmente la autorización expresa del maltratador y negarla ha sido una estrategia común de los agresores para seguir torturando a las mujeres. Ante las negativas paternas, los servicios de atención psicosocial se veían obligados a solicitar medidas judicialmente, complicando y demorando la atención psicológica a niños y niñas, “aunque las autorizaciones judiciales se suelen conseguir porque es en beneficio de menores”, señala la psicóloga de la red Centro Mujer de la Comunitat Valenciana. Su equipo, dependiente del Instituto Valenciano de las mujeres y de la Conselleria de Igualdad, inició el servicio de atención individual a menores en 2018. Hasta entonces la atención psicológica a niños y niñas víctimas de violencia se desarrollaba en talleres grupales debido a la barrera legal. 

Desde agosto de 2018, a partir del Real Decreto-ley 9/2018, de medidas urgentes para el desarrollo del Pacto de Estado contra la Violencia de Género, se modificó el artículo 156 del Código Civil, de forma que es posible la atención psicológica individual a menores siempre que haya sido “dictada una sentencia condenatoria y mientras no se extinga la responsabilidad penal o iniciado un procedimiento penal contra uno de los progenitores por atentar contra la vida, la integridad física, la libertad, la integridad moral o la libertad e indemnidad sexual de los hijos o hijas comunes menores de edad, o por atentar contra el otro progenitor (…)”, apunta el texto legal. 

Aun así, “la medida es insuficiente, no nos sirve porque todos los niños y niñas que están sufriendo violencia a manos de sus progenitores y no tienen un proceso penal abierto, o fue abierto antes del mes de agosto de 2018, se quedan fuera de esta asistencia psicológica”, señala la psicóloga experta en violencia de género y menores, Fátima Urzanqui, con una larga experiencia en atención a menores y mujeres en servicios especializados de violencia de género y casas de acogida.

Los talleres grupales “se han mantenido” por este motivo y porque “el ‘efecto grupo’ funciona muy bien, a los niños y niñas les gusta y les sirve porque se sienten reconocidos en los otros, ven que no son únicos o únicas en su realidad, señala la especialista de la red de centros valencianos. A menudo desconocen que hay otros niños o niñas como ellos y al encontrar a menores en su misma situación no se sienten raros ni excluidos. 

Foto: Álvaro Minguito

En uno de los casos investigados por La Marea para #PorTodas encontramos el ejemplo de una menor que cinco años después de que su padre asesinara a su madre, aún no es capaz de verbalizar nada sobre lo que ocurrió ni lo que siente en relación con los hechos. Cinco años después dibuja y escribe cartas a su madre, preguntándole por qué no está y le expresa que la quiere, y las guarda por la casa, pero no puede hablar de ello. En los casos de feminicidio, el bloqueo emocional puede prolongarse durante años, por ello es importante acompañar en el largo plazo a las víctimas.

Como explica Consuelo Cebolla, técnica de inserción social, coordinadora y asesora jurídica de Alanna, la repercusión de la violencia “en la mayoría de los casos no es un proceso cerrado, va variando en el tiempo, se va transformando, y toda la atención debe adaptarse al proceso de maduración de cada menor”. Así, “el acompañamiento y atención debería ser continuada y no puntual, además en la mayoría de los casos las consecuencias no son inmediatas y simultáneas, sino que van surgiendo de forma gradual, y por supuesto cada caso es diferente de todos los demás”, añade.